Los cuatro hermanos
A mis connovicios,
¡Gracias por enseñarme a ser hermano!
Érase una vez en un Reino no muy lejano al que los que lean esta historia se sientan residentes. Vivían cuatro hermanos. Como todos los hermanos tenían edades diferentes, gustos desemejantes y se peleaban; muchas veces parecía que no se soportaban… Pero –como todos los hermanos– se amaban, se preocupaban los unos de los otros, se ayudaban y rezaban los unos por los otros.
Lo atípico de estos hermanos es que no provenían de la misma madre o padre, no tenían ningún apellido en común, la vida, el destino y su Padre los juntó. Para muchas personas estos no serian hermanos, sino amigos, pero ellos decidieron –con los años y gracias a su Padre– que serían hermanos.
Cuando eran niños jugaban a pelear contra Dragones y a salvar Princesas. Fueron creciendo y las Princesas se volvieron verdaderas, los Dragones se volvieron auténticos; pero aun así se ayudaban los unos a los otros. Podían pasar días, incluso semanas, sin hablarse; pero sabían que ahí estaban, solo bastaba tocar a la puerta; poco a poco los hermanos fueron creciendo, crearon nuevos vínculos y se enamoraron. Cada uno buscó un amor bueno. Los cuatro hermanos eran buenos, muy buenos, poco a poco el Padre con amor –desde su más dulce juventud– les fue enseñando, dependiendo de sus capacidades.
Llegó el momento en que tuvieron que decidir si continuaban viviendo en casa con su Padre o salían de la casa paterna. Los que se iban, no era porque no amaran a su Padre; al contrario, yo creo, que salieron de la casa por amor a su Padre.
Dos hermanos decidieron irse lejos de la casa, cada uno por su lado, cruzaron el gran mar azul y salado hacia tierras conocidas pero inhóspitas, continuaron con su camino, encararon la vida con valentía y decidieron marchar, sabiendo que su Padre los amaba y los respaldaba.
Los otros dos hermanos decidieron continuar en la casa con su Padre, porque le amaban; igual que sus hermanos que marchaban. Ellos –los que se quedaban– decidieron seguir con su vida al lado del Padre.
Los que se marchaban eran igual de buenos –a los ojos del Padre– que los que se quedaban; igual y hasta más amados, porque fueron valientes para salir de la casa. Aunque el Padre sabe que también se necesita valor para quedarse en la casa y vivir a su lado.
Lo que importa de estos hermanos no es sí se portaron bien o mal, sino que entre ellos se amaban y tenían en común el amor de su Padre.
Llegó el momento de la despedida, los cuatro hermanos se abrazaron en la puerta de la casa del Padre y miraron el cielo y dijeron: –Siempre estaremos juntos mientras estemos bajo este mismo cielo. Se bendijeron –que es decir cosas bellas a los que se ama– y se prometieron rezar un Padrenuestro cada día, los unos por los otros, todos por todos.